MEDITACIÓN DEL PADRE Artacea, 6
de agosto de 2012
Fiesta de la Transfiguración del Señor
Siguiendo el consejo de
nuestro Padre y, también, su manera de vivir ese consejo, procuremos —como
hacemos muchas veces— meternos en la escena del Evangelio: en este caso, la que
da el nombre a la fiesta que hoy celebramos. Tiene muchas consecuencias —innumerables,
como todas las escenas— porque son ese diálogo que Dios quiere mantener con sus
hijos, con cada uno, de tantas maneras. Y cada palabra es un gesto de su Amor y
de su Providencia.
Llama a tres de los doce. Probablemente
los demás les habían acompañado al pie del Tabor, pero escoge a tres, no porque
quiera discriminar a los demás, sino también para que aprendan y para que aprendamos
a no ser susceptibles: amar los encargos, las condiciones y los trabajos de los
demás y encomendar que, nosotros con ellos, sepamos mirar al Señor siguiéndole de
cerca. Y, luego, sabiendo que aquí tenemos un anticipo de la gloria que
gozaremos después de esta vida.
Aunque no es alta la montaña
del Tabor, sin embargo, se requiere esfuerzo. Han hecho ahora un recorrido más
acotado, pero con un número de escalones —una escalera— que da idea de que se
requiere esfuerzo para llegar a la cumbre: son más de cuatrocientos escalones
o, si se quiere, caminos de vueltas y revueltas. Pues, hijos míos, para llegar
a Dios, para verle, para tratarle hemos de confiar, con su gracia, en todo lo
que nos vaya pidiendo pero, a la vez, poner nuestro esfuerzo. Nos deja ver con
esta escena que esta marcha hacia la cumbre, que el mismo Maestro para cumplir
la voluntad de su Padre vive con esa actualidad en el tiempo que estuvo
conversando con los hombres, es manifestación del empeño que debemos poner
todos y cada uno, con novedad, en la santificación del caminar ordinario. Porque,
del mismo modo que el descanso no es no hacer nada, la vida cristiana, la vida
del hijo de Dios, y concretamente la vida del hijo de Dios en el Opus Dei,
necesita ese ejercicio generoso, diario, de las diferentes virtudes, basadas
quizá en esa lucha que nos hemos fijado en el examen de la noche.
¡Cómo será la gloria de Dios,
la felicidad a la que estamos llamados, si Pedro, Juan y Santiago —hombres que
tendrían probablemente más virtudes que nosotros, entre otras cosas por esa confidencia
que vivían con Jesucristo—…! ¡qué será y cómo será la gloria de Dios cuando
aquellos hombres se quedan asombrados! ¡totalmente deslumbrados! Por eso, hijos
míos, en el momento en que notemos que este Señor nuestro que nos preside desde
el Sagrario y que quiere que le acompañemos; cuando notemos muchas veces la
debilidad de nuestro yo, pensemos más hondamente que merece ese esfuerzo, que
merece ese empeño en este o en aquel detalle pequeño o menos pequeño, grande o
menos grande. Merece la pena, porque es el camino que Dios quiere que sigamos
para llegar a verle. Para gozar ya aquí en la tierra de esa cercanía suya que
nos viene dada de tantos modos, entre otras cosas por el Sagrario donde nos
está esperando.
Y pensemos, por lo tanto, cómo
sabemos pisotear nuestro yo; qué alegría experimentamos en ese escondernos o en
ese servir en la vida de familia; cómo procuramos ser hombres disponibles que
hacen la vida agradable a los demás. Si miramos más a Cristo, si estamos más
pendientes de Él, nos ocurrirá lo que dice Pedro, pero ya refiriéndolo no
solamente a las personas que nos acompañan en la vida corriente sino a todo el
mundo. Quedémonos aquí con Jesucristo; vamos a pedir hoy que en la Obra cunda
esta necesidad de quedarse con Jesucristo, que no es una inactividad sino es
saber, por la conversación que Cristo mantiene con los profetas, con Elías y
con Moisés, que es necesaria en la vida cristiana, una pelea generosa.
Mirar a Cristo y también mirar
con Cristo, empeñarnos en mirar con Cristo a los demás. Tanto para que nos haga
sentirnos más hermanos de nuestros hermanos, como para que en nuestro
desenvolvimiento de la vida corriente, al ver a la gente, al ver a las
personas, tengamos la conciencia de que debemos ayudarles, por lo menos con la
oración, y si podemos, con la conversación. Todo el momento de la
Transfiguración es un mensaje más de la unidad que quiere el Señor que pidamos
y que vivamos.
Es necesario que, a la vez,
queramos desaparecer, como les pide Jesús a los tres apóstoles después de que
han presenciado aquella maravilla: que guarden esa discreción. Hijos míos, es
importante que tengamos la conciencia que nuestro Padre vivió constantemente de
que era un instrumento que sí, que tenía que dar a conocer la gloria de Dios a
los hombres, la cercanía de Dios a los hombres pero, al mismo tiempo, querer
desaparecer, querer ocultarse dejando que el protagonista sea Dios. Y tú y yo
sabemos perfectamente la trascendencia que tiene el Evangelio de hoy en la Historia
de la Obra. En dos ocasiones el Señor quiso hablar tan directamente al alma de
nuestro Padre con motivo de la fiesta de la Transfiguración; y recuerdas que,
tanto en 1931 como más tarde en 1970, el Señor pasó con una caricia
delicadísima, pero al mismo tiempo de gran compromiso, en la vida de nuestro
Padre. Leamos un poco cómo relata nuestro Padre en los Apuntes íntimos esa caricia de Dios del año 1931, que es para todos
nosotros una lección constante: ese saber que Dios pasa a nuestro lado y, como nos
decía nuestro Padre, no es que no le veamos, es que, a veces, no le miramos.
Jesús, Jesús nuestro, que
sepamos dar a nuestra vida este corte de mirarte más frecuentemente y, si es
posible porque nos lo concedas tú, que sea más continua nuestra presencia de
Dios, para que seas Tú el que actúes en nosotros y nosotros actuemos, cada uno,
más contigo.
Decía nuestro Padre —escribió—:
Hoy
celebra esta diócesis —el 7 de agosto— la fiesta de la Transfiguración
de nuestro Señor Jesucristo, porque entonces prevalecía litúrgicamente
la fiesta de dos patronos de Madrid, los santos Justo y Pastor. Y añade nuestro
Padre: Al encomendar mis intenciones en la Santa Misa me di cuenta del cambio interior
que ha hecho Dios en mí durante estos años de residencia en la exCorte.
Hijo mío, tengamos deseos de cambiar, tengamos deseos de ascender, que no haya
en nosotros una lucha anodina. Sí, es verdad que sabemos estar pendientes de
Dios, pero hay tantas maneras de estar pendientes de Él: una de ellas, y es la
que nos importa a nosotros, es ese querer no verle de lejos, sino —como nos
aconsejaba nuestro Padre— desear constantemente escuchar sus pisadas, el rumor
de sus sugerencias, el aliento de su esfuerzo.
Hijos míos, tenemos que
caminar más con Cristo, y de esa manera nuestra vida será un auténtico cambio
interior positivo, que no cansa, aunque a veces podamos experimentar el
desgaste. Que no cansa porque sabemos que estamos agradando a Dios como Él
espera de cada uno de nosotros. Por eso continúa nuestro Padre —para que no nos
disculpemos—continuaba escribiendo: Y, eso, a pesar de mi mismo, sin mi
cooperación, puedo decir. No dudes, no dudemos, de que la Providencia
del Señor, esa providencia amable, esa elección continua que hace de nosotros,
si queremos, a pesar de nuestra cortedad, a pesar de nuestras flaquezas, si se las
ponemos en sus manos, se operará ese cambio que advirtió nuestro Padre más
expresamente cuando celebraba la Santa Misa, que con toda seguridad fue un
momento de auténtica concentración para vivir de modo actual el sacrificio del
Calvario.
Hijos míos, cuanto más seamos
hombres de Misa, tanto más viviremos cerca de Jesús, viviremos más con Cristo, y
daremos a nuestra vida esa impronta, esa huella, de que hay que saber morir
para vivir, de que hay que saber abajarse para subir, de que hay que saber empequeñecerse
para crecer. Y añadía nuestro Padre: Creo… Piénsalo bien: te insisto en
que es importante; de nuevo te lo digo delante de Dios: que es importante que
nos esforcemos en meternos más en la vida de nuestro Padre, que ha sido para
ti, como ha sido para mí. Esa vida de nuestro Padre, que está totalmente metida
en Dios para que tú y yo crezcamos cada día en el amor de Dios. Y decía nuestro
Padre: Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento
de la Voluntad divina: la Obra de Dios. Es como un latigazo, es como
una sacudida: hablarnos con tanta claridad de que hace ese propósito de dirigir
su vida entera. Y tú y yo ¿qué podemos hacer? ¿Qué podemos decir? ¿Podemos
asegurar que constantemente estamos viviendo ese deseo de dirigir nuestra vida
entera al cumplimiento de la Voluntad divina, la Obra de Dios? Mira que es muy
importante, mira que es necesario, mira que tiene trascendencia no solamente
para ti, sino para tus hermanos y para todas las almas. Tenemos que
convencernos de que las almas, y también nuestros hermanos, van a conocer, van
a descubrir la entidad, el peso, de la maravilla que es la Obra, por nuestro
comportamiento. Si nos ven —porque no podemos evitar que nos vean—, si nos ven
que ponemos cada día ese esfuerzo, esa decisión que tomamos para que nuestra vida
entera esté dirigida al cumplimiento de la Voluntad divina. Repasa, repasa
muchas veces los textos y concretamente las llamadas de atención de nuestro
Padre. Tú y yo ¿podemos asegurar que estamos poniendo, como pondrían esfuerzo
Pedro, Santiago, Juan para seguir al Maestro hacia la cumbre del Tabor? Tú y yo
¿pensamos si ponemos ese empeño de ascender —como se dice en la oración de la
fiesta de la Virgen del Carmen— a la montaña que es Cristo? Hijos míos, que hay
que querer identificarse con Él. Que hay que querer, con nuestra vida, no dar
sombra a su vida, sino que esté metida constantemente en la vida de Cristo, de
tal forma que se cumpla en nosotros —que intentemos que se cumpla en nosotros— ese
“mi vivir es Cristo”, que nuestro Padre explicaba con tanta precisión: que
tenemos que ser otro Cristo y el mismo Cristo. Que es lo que está esperando, en
primer lugar, el Señor de nosotros. Por eso nos ha llamado, por eso nos ha llamado,
por eso nos ha dicho: ascende superius,
vete más para arriba. Y al mismo tiempo, es lo que está esperando la gente. Si
ven que de verdad nos tomamos en serio la tarea de nuestra propia
santificación, puede ser que algunos se retiren con la excusa falaz de “yo no
soy capaz”. ¡Si nosotros no somos capaces! Capaz es Dios de actuar en nuestras
almas la conversión que siempre necesitamos.
Pero no olvidemos que nuestra
vida tiene esa trascendencia, que Dios ha querido que tenga, como ha tenido la
vida de nuestro Padre, para que busquemos ese cambio interior que Dios hace, y que
quiere hacer, si nosotros nos dejamos, en cada uno de nosotros. Después de
decir que hizo ese propósito renovándolo, añade: propósito —mientras
escribe— que en este instante renuevo también con toda mi alma. ¡Qué estupenda
expresión de lo que tiene que ser la vida de un hombre del Opus Dei!: un
diálogo permanente con ese Señor al que no queremos ver de lejos, sino todo lo
más cercano posible, tanto para que su vida, para que su trato sea esa reprensión
amorosa en la que nos diga: tienes que mejorar en esto, tienes que ser más
puntual, o también para que nos sintamos con la confortación, con la alegría de
que Él no nos abandona nunca, de que Él está siempre con nosotros. Que
descubramos ese consejo de nuestro Padre de hacer durante el día muchas veces
el propósito que nos lleve, sin escrúpulos, a un examen, a una mirada
permanente de si estamos haciendo la Obra de Dios en nuestra vida y procuramos
contagiar esa determinación a las personas con las que convivimos, o a las personas
que tratamos.
Y añade nuestro Padre en esa
relación: Llegó la hora de la Consagración. En el momento de alzar la Sagrada
Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme –acababa de hacer in
mente la ofrenda del Amor
Misericordioso–, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias,
aquello de la Escritura: “et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me
ipsum”. Te vuelvo a pedir, también para que se lo digas a tus hermanos,
también para que lo dejemos como herencia a los que nos sustituirán con el paso
de los tiempos: desmenucemos los textos riquísimos de contenido, y de empuje, y
de aliento espiritual que nuestro Padre nos ha comunicado al exponer su lucha
personal y su deseo de transmitirnos el espíritu que Dios le había confiado. Con
el debido recogimiento, Dios mío, te pedimos a Ti, Jesús, que bien recogido
estás en el Sagrario, que nos contagies ese mirarnos para que te miremos, que
nos contagies ese entregarte para que nos entreguemos, que nos contagies esa
necesidad de vivir la entrega para cumplir la Voluntad del Padre del Cielo,
para que nosotros nos entreguemos.
No perdamos el recogimiento en
la Santa Misa y hagamos a la vez de nuestra jornada una Santa Misa, y de esa
manera, ¡sí!, advertiremos, como todo el mundo, tantas solicitaciones
exteriores, pero sabremos retirar nuestro pensamiento, nuestra mirada, de todo
aquello que nos pueda apartar un poquito de Dios. Señor, Jesús nuestro, con
quien estamos hablando, como tú hablabas con Moisés y con Elías, al mismo
tiempo que lo contemplaban Pedro, Juan y Santiago. Que escuchemos tus diálogos
que nos pueden llegar a través de la conversación que Tú tienes con otras
personas, tanto de la Obra como de fuera. Pues vivamos con ese debido
recogimiento para no distraernos de la meta.
Y decía nuestro Padre que vino
a su alma, a su pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias la misión
que tú y yo tenemos que cumplir: Et ego si exaltatus fuero a terra!
Piénsalo un poco, ¿qué gloria queremos dar a Dios en cada instante? ¿Qué finura
de alma tenemos para, con palabras de San Josemaría, no robar nada de gloria al
Señor? Porque todos conocemos nuestra debilidad: ese afán de que nos
consideren, de que nos miren, de que se hagan cargo de nuestros talentos. No
perdamos el recogimiento, no nos dejemos distraer por nosotros mismos, y
busquemos con sinceridad, con delicadeza y con fidelidad ese exaltar a Cristo
en todas nuestras acciones, en todo lo que nos vaya pidiendo el Señor. Y para
eso, nuestro Padre completaba esas líneas que escribió diciendo: Ordinariamente,
ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Hijos míos, si es lógico.
Tendremos que pensar muchas veces: conmigo, que soy tan poca cosa, toda esta
maravilla, porque esta expansión de la Obra que tiene que perdurar y que tiene
que hacerse más actual en la vida de cada uno, para que lleguemos a tantos
miles y miles de hombres, tiene que estar también fundamentada en la necesidad
de que tu vida tenga esa trascendencia apostólica.
Que exaltes a Cristo en tu
vida y que procures que exalte la gente en su vida a Cristo. Y aunque nos
veamos un poco desbordados… Si ya hacemos… ¡Bueno, es que podemos hacer más,
que debemos hacer más! Y aunque veamos ese horizonte tan amplio: “¿conmigo,
tanta labor?”, como se preguntaba nuestro Padre. Sí, hijo mío, ¡contigo!, con
tu fidelidad, con tu esfuerzo en desaparecer, con tu esfuerzo de cambiar
interior, y exteriormente si es preciso. Y aunque nos pueda deslumbrar ese
panorama, que sepamos que el Señor nos está diciendo: ne timeas!, no tengas
miedo. ¡Lánzate, aunque tengamos que chocar con el ambiente; lánzate, que estoy
contigo! Y por eso nuestro Padre, dejándonos como una advertencia para todos
los tiempos futuros, decía: Y comprendí que serán los hombres y mujeres
de Dios --¡tú, hijo mío, tú!-- quienes levantarán la cruz con las doctrinas
de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor
atrayendo a si todas las cosas. ¡Aspira, hijo mío, aspira a vivir esto!
Métete más en esa aspiración, en ese deseo de que sea todo un exaltar a Cristo.
Y lo podemos exaltar tanto ayudando a que la gente sobrenaturalice su actividad,
como también desagraviando cuando veamos tantas cosas torcidas, de forma que
nuestra oración y nuestro desagravio, sea ese coeficiente necesario para que la
gente se convierta. No podemos pasar indiferentes ante las actuaciones
equivocadas, pero esa urgencia nos tiene que llevar a desagraviar, y a
desagraviar por los que agravian al Señor, y a vivir con el deseo de que
también se conviertan para que aspiren a poner a Cristo en la cumbre de todas
sus actividades.
Y decía concluyendo nuestro
Padre: A pesar de sentirme vacío de virtud y de ciencia (la humildad es la
verdad)… No nos valoremos nosotros, hijos míos. Dejemos que nos maneje
la gracia de Dios. No pensemos que somos nosotros los artífices de nuestra
suficiencia. Es Dios, y por lo tanto, dejemos también, aunque llevemos años y
años en Casa, que nos exijan, que nos pidan, que nos encumbren, para que
lleguemos más lejos. Por eso decía nuestro Padre: A pesar de sentirme vacío de
virtud y de ciencia (la humildad es la verdad..., sin garabato), querría
escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva,
prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones
en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey.
Hijo mío, el libro eres tú, el
libro es tu vida, y mi vida. Ese libro que encienda los corazones para que se
metan más en Dios somos cada uno de nosotros. Y si vivimos, a pesar de nuestra
poquedad, a pesar de nuestro vacío de virtud, como dice nuestro Padre, y de
ciencia, si vivimos con el afán de agradar a Dios, de ponernos constantemente a
su disposición, sí quemaremos a la gente, sí que nos preguntarán el porqué de
nuestra vida, y podremos hablarles, como María, de que el Señor quiere hablar a
través de sus instrumentos que se dejan manejar por la gracia de Dios.
Señora nuestra, que de verdad
demos a nuestra vida esta dirección de querer encumbrar a Cristo desapareciendo
cada uno de nosotros, como tú hiciste con esa lección espléndida de que en toda
tu vida buscaste solamente a Dios y dar gloria a Dios sin quedarte tú
absolutamente con nada. Magnificat anima
mea Dominum! Señor, Señora nuestra, que nosotros queramos también magnificar
a Dios con todo nuestro comportamiento.
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